sábado, 14 de mayo de 2011

experimentos con el cuerpo, nueva redundancia

Entendí por fin mi obsesión con esas palabras que marcan que hay algo más antes, y que así se sigue. “Luego”, “y”, “así”, “y así”, expresiones que resguardan el comienzo de mis oraciones por doquier.
Vi que la literatura no precisaba de principios y fines, y que esas eran exigencias editoriales y del lector en todo caso, que se habían adherido a la estética para volverse inseparables. El libro. Esa idea de que la literatura tiene que ser como las cosas tangibles en la tierra, finitas, como la humanidad, que también debe tener un alfa y un omega.
Oi que no se trataba de eso, e intuí que la literatura nos era solo dada, como el fuego de Prometeo, para que la continuáramos y nada más.

(Pero los imberbes de mis lectores se miraron y dijeron: argentino, fanático de Borges, repite solamente, acá no hay nada. Pobre de ellos, cómo se equivocaron. Acá no hay metáfora.)

Un seguir escribiendo algo que nosotros no habíamos comenzado y cuyo objetivo nos era incomprensible, pero que por otra parte no queríamos tampoco conocer.

Es que las religiones son exitosas ahí cuando los hombres no se preguntan tanto el objetivo de la cosa sino que simplemente la viven en su piel y se deja recorrer como si se encontraran acostados al costado de un hormiguero. Y esa sensación da placer.
Pobres de aquellos que creen que se han puesto de pie, y que pueden ver y preguntarse todo, y que con un aire de superioridad se atreven a preguntarle a este, ¿Dónde está tu dios?, ¿Puedes mostrármelo?
Como si la razón pudiera acceder tan solo imaginarse, al menos intuir ese otro mundo. Como si la ilustración y todas esas lucesitas hubieran traído solo progreso y ganancias para el hombre, y ninguna pérdida. Como si el universo pudiera tolerar un segundo algo así como el óptimo paretiano.
Toda vez que ganamos una cosa perdimos otra. Toda vez que creímos poder reírnos de una religión al preguntarle la dirección exacta en la que podíamos encontrar a su dios hubo algo que se nos pasaba por alto, algo de la sensibilidad con nosotros mismos.


Cansado ya de tanta barbaridad, y aburrido de tanto francés iluminista postivista, harto de tanta luz por la mañana después de no haber dormido durante dos días y sin anteojos; en fin, harto de tanta pregunta autocomplaciente que no lleva a ninguna parte, imaginé un grupo de amigos y amigas que emprendían una “sociología de las relaciones carnales”, un estudio de cuerpos desnudos con un poco de luz.

(Y por favor les pido, no me vengan con eso del niño obsesionado con analizar todo, porque esas cosas me alteran rápido y hoy no tengo un par de tijeras, tengo un cuchillo de carnicero en la mano).

Me dí cuenta que esas preguntas eran más … de esas que nos llevan hacia algún lado otro desde donde mirar; porque nosotros hemos depasado a los iluministas y ya no encontramos placer en cualquier pregunta, sino sólo en esas que nos corren, y nos corren la mirada, y nos dejan mirar desde otro lado.

Una sociología de las personas sentadas después de tener relaciones sexuales, de las miradas, de las manos, las caricias, los juegos de luces y sombras y sábanas o ropa interior. Incluso una de esos momentos en los que los amantes ya no se quieren ver más, pasada la calentura, y tan solo hacer que el otro desaparezca –si se trata de la casa de uno-, o como mínimo que se duerma en la otra punta de la cama. Algo sobre desconocidos y sobre viejos amantes, una sociología –y perdón a mí también ya me da naúseas esta palabra, contentémonos al menos que sea esta y no las otras— de niños que se reencuentran después de mucho tiempo o una de virgos que encima tienen que relacionarse con terceros medios anticonceptivos.
Algo sobre princesas sobrevestidas de siglos de antes que pocas veces han visto su cuerpo pero bien lo intuyen en el rozar de ásperas telas.
Y de manos caídas sobre el cuerpo, algunas buscando tapar el pudor que vuelve pasada la excitación y otras que no se quedan quietas, dedos que van de acá para allá, no inquietas, recorriendo las curvas de un cuerpo cualquiera que no tienen nada de perfectas;
cuerpos enganchados, enroscados que no se pueden soltar,
cabezas enroscadas que ya se relajan, se desestresan algo y pronuncian un la que no acaba, que no se cae y que invade toda la mente y ya no deja entrar otras cosas, ni ninguna.

sociólogos y orientalistas

Para enseñarle a un hijo, mostrarle y darle la pista.
Mostrar con el acierto y el error, el cambio y la necedad.
Dar la pista, la pieza faltante, sin indicarle dónde va,
Si total él puede adivinar y nosotros no sabemos



La tensión entre el individuo y la comunidad,
Que quizás se encuentre en el anarquismo y quizás no,
Es la de la utopía liberal y algún otro sentido del hombre.
Es cual?
Es la del hombre que se quiere fundir en la comunidad, el que deja todo por su familia?

O uno más profundo aún, la del hombre que se quiere fundir para encontrar la tranquilidad en ese suave hundirse eterno.

Es interesante que la última novedad para a esta tensión, o para escapar del polo del individuo, no proponga fundirse en la comunidad.
Me refiero a los libros de autoayuda: el éxito y la búsqueda de uno mismo que son sus propuestas no necesariamente buscan reinsertar al individuo en el todo y la comunidad.

La astrología sabe de eso, de individuos hundiéndose en el todo, y otros buscando la individualidad. Una tensión constante a lo largo y ancho del zodíaco.


Existe en todo caso, el no poder?
El lugar de tranquilidad. Los orientales están convencidos.
Yo creo que hay una posibilidad de tranquilidad para aquellos que llegan a la cima, bien llegados, y sé que aquí soy polémico. Los que no se pierden en la cuesta, ellos gozan de una cierta tranquilidad.

Pero más interesante aún sería saber si la tranquilidad es también para aquellos que no han subido, una tranquilidad al pie de la montaña.
Esa tranquilidad, sería la del no poder, la de no hacer caso al poder y sus exigencias, y quedarse viviendo hay, después de armar un nidito.

Los sociólogos se espantan con la idea de no poder. Los orientalistas en cambio, la dan por hecho. Tomar postura frente a una cuestión como esta, en apariencia tan irrelevante, esconde quizás una diyuntiva entre dos tipos de vida completamente diferentes.