Los días
que se habían convertido en eso, sentarse en una sillita roja de madera, bien sólida,
en una burbujita en el medio de la ciudad, y dejar que el sol te entrara sobre
las manos por izquierda y el olor a jazmines por la derecha.
A diestra y
siniestra; y escuchar dos gallos picoteándose en las alturas.
Una ley que
nos trasciende. Eso es lo que siempre nos hicieron mirar. Nosotros preferimos
pensar cómo un haz de luz a las once de la mañana puede cortar los hilos de una
marioneta. Cortar como la luz corta; no se trata de romper sino de dejar ver.
Así fue que
dimos un paso para atrás en media luna, acompañado por un gesto con la mano, y
que nos retiramos de la conquista del mundo, para poder observar su belleza. Fue
en ese mismo instante en que un golpe de viento nos empujo de vuelta al ruedo y
nos obligó a recorrer nuevamente las madrugadas antes del sol, rápido, siempre
sobre ruedas.
Fuimos,
llevados por un remolino, a veces viendo los hilos enredarse y recalentarse. Nos
mareamos, y aquí estamos, confundidos de tantos cimbronazos, que a veces damos,
pero casi siempre recibimos.
Debemos
confesar, que ya no encontramos el hilo-aguja, el que unía el rabillo de
nuestros ojos con la luna, y nos dejaba movernos para otro lado mientras mirábamos
para acá.
Dicen que
hemos perdido ese hilo-encanto, pero las lecturas del presente son tan difíciles
que nadie se atreve a pronunciarse en voz alta. Los rumores continúan pesar de todo, anónimos. Los rumores se
contradicen, como todo rumor, y se ha hablado incluso de un proyecto de hilos-tirabuzón
pero los hombres comunes damos vuelta la cara cuando alguna voz socarrona se
acerca con esos cuentos.
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