viernes, 15 de octubre de 2010

No te preocupes, Paga Pechi! (2da Ed.)

La familia había sido grande. Se reunía todos los domingos en la casa de la abuela Rosa, que para los primos era la tía Rosita. Los tablones se disponían de temprano, el mantel y los platos para lo último, cuando desde la parrilla se diera la orden.

La parrilla estaba en el patio, en una especie de covacha criolla, aunque no teníamos familiares santiagueños se puede decir que parecía a un bunker santiagueño en una tercera guerra mundial, hecho con barro y chapa, a medio terminar como si la hora de la siesta los hubiese interrumpido y lo dejaran listo con tres paredes y sin revoque.
A pesar de eso el patio tenia un encanto único, salido de una película Ponja o de un cuadro expresionista, mira lo que te digo, o de un cuadro expresionista. En el fondo estaba el gallinero, el cual tenía como patrón a un gallo de riña que había conseguido un vecino o creo que Don García, el viejo que alquilaba junto su esposa Doña Marta un cuartito que estaba a un galpón de distancia de la parrilla. Después del gallinero estaba lo que no podía faltar en el patio de las viejas de época, una planta de mandarina, una de ciruelas, un duraznero, un perro que salía en todas las fotos pero era del vecino y un gato viejo al que nadie le daba pelota.

Del asado se encargaba casi siempre el tío Raúl, también conocido como el gordo Moreno y era acompañado por Gary Cooper, el tío más viejo, y una radio antigua arriba de una gran mesa a la cual sonaba algún tango oxidado de tanto en tanto y más que nada folklore, cumbia berreta y propagandas campechanas “Bobachería Yoli”, “los Mejores rulamenas en lo de Toto”, Kiosco Adri-Mar o Pa-car que estos últimos por lo general eran emprendimientos de jubilados que no tenían mejor idea que usar las primeras silabas de los nombres de estos pequeños empresarios que por lo general eran viejos desocupados o jubilados.

Uno podía llegar a la casa de la Calle Entre Ríos Norte ver el barcito de Demichelis, enfrente de la casa y ver al viejo Demechilis en blanco y negro tomándose todavía el mismo mate de siempre, en el mismo banquito de siempre, mandando saludos a la familia y que le avise si necesitaba soda. Lo del Negro, así le decían, lo del Negro Demichelis había sido el Club de nuestros padres y tíos, Fernet, gancia y soda, el trago que salía, o por ahí una caña legui, o por ahí una caña legui con Fernet. Diariamente el acto de presencia se hacía, como un deber que cumplir, esperando algo, a veces en silencio, a veces chamuyando anécdotas, pero en lo que estuve sentado en el bar, vi que un hombre entraba y pedía un común, a lo cual pensé “¿A que mierda el van a poner Fernet ahora?” Resulto ser un tinto de la casa, y la otra cosa que me llamó la atención fue la mirada por momentos perdida y por otras encontradas, la posición en espera, nostalgia mezclada con risas, la espera del cielo, en el tugurio mas dulce y oscuro que alguien puede encontrar. Porque así son las familias del Pueblo Nuevo, así era mi abuelo Federico, dulzura en los ojos y sufrimiento en las manos.

Como iba diciendo, uno doblaba por al Entre ríos Norte, esa calle llena de tierra, de esquina de almacenes y carnicería, de construcciones antiguas, esos típicos negocios argentinos de esquina, con las puertas flacas y altas, techos que alcanzan el cielo, de un solo piso, de plantas y colores ocre. Uno llegaba a la casa, entraba por la rejita de metal y pasaba directamente adonde estaba la puerta y donde empezaba el patio, que seguro dentro estaba la Rosita cocinando acompañamentos para el asado y tortas para el postre.
Los parientes empezaban a llegar y los lugares de charla se dividían en sectores, por lo general el bolaceo se concentraba en la parrilla y las cuestiones de salud se daban en torno a las ollas de la cocina, en el living se hablaban asuntos más serios, y a los que les picaba el bagre – así se dice cuando tenés hambre, aviso para no quedar nuevamente como sátiro- se sentaban en la mesa a picotear pan y por lo general eran amonestados por alguna tía que les recalcaba la abundancia de comidas y el trabajo depositado en ello, “¡como para andar llenándose con pan!”.

Los primos más chicos nos concentrábamos por lo general cerca de los viejos para escuchar las historias, mientras los otros, Maxi, Rolo, Facu, Diego y Checho planeaban alguna que otra salida nocturna sin dejar de recalcar la importancia y trascendencia de la reunión semanal.

En esas historias aparecía la fantasía, los abuelos como héroes, aparecía el barrio, el mundo mágico de la calle de tierra, el club de los vecinos, la política, los chismes y alguna que otra cargada o puteada al viejo que quisiera hacer uso de su autoridad para imponer seriedad en asuntos ajenos; como los comentarios acerca de una mina a la cual le decían Eva Perón porque era la mujer del pueblo o las anécdotas cómicas e irónicas de Virolito, el borracho del barrio, o también, la creencias fantoches de viejas supersticiosas, que si el nene nacía con Luna llena iba a ser bendecido por mil millones de signos zodiacales, ángeles, la pacha mama y el Buda.


Siempre algo nos contaban del abuelo Federico, el viejo Moreno, también conocido como Papuno. Se decía que casi no hablaba y siempre se sentaba en su silla con una sonrisa de pibe con chiche nuevo en la cara y una Damajuana de vino debajo de la silla. Gran jugador de futbol en su infancia y vejez, un cuatro que gambeteaba toda la cancha, “! Que ni lo paraban los alambrados!” eso decían y creo que porque una vez se pasó de largo y se comió un alambrado.
Uno de sus laburos, en las épocas buenas, había sido trabajar en la línea de telégrafos, el tan importante comunicación tecnológica de la época, el gran innovador invento, de que mensajes recorran miles de kilómetros. Pero ni conocía el código Morse, ni era oficial de telégrafo, es más, no creo que haya visto alguna vez esas maquinas y aparatejos que muchos conocimos en los museos y visitas escolares. El era el encargado del mantenimiento de las líneas y eso consistía en bajar los nidos de los pájaros que interrumpieran la comunicación; era un trabajo muy serio porque los horneritos y diferentes bichos voladores, por lo general, hacían su nido en los postes telegráficos interrumpiendo trasmisiones importantes, así que Papuno era clave en la comunicación entre pueblos.

Una noche de invierno lo habían venido a buscar -Lo necesitamos Moreno-,se fue y volvió tipo ocho de la mañana. -Estaba azul y violeta- contaba el gordo, -Titiritando de frío, temblando, la Rosita lo mandó a bañarse con agua casi hirviendo y le puso todas las mantas que tenía. Casi se nos muere el viejo, pero al otro día estaba como nuevo el hijo de Puta- El gordo siempre hacía eso, contaba y echaba una puteada al viento, porque sus puteadas, eso decía, dejaban a cualquiera en pantalones cortos, en calzoncillos si acaso el otro ameritaba cantarle las cuarenta y explicarle cuantos pares son tres botines. Siempre una historia le seguía a la otra -Un día levantando dos durmientes de doscientos kilos cada uno, doscientos kilos, se clavó una astilla en la cabeza. Se quejaba el viejo que le dolía algo, y la abuela le revisó el marulo y como era media carnicera agarró una pinza y se la sacó, así de una, y tenía una flor de astilla, no te jodo, una flor de astilla en el marulo que la abuela se la sacó de una- y por ahí el gordito Moreno decía - !Y anda a cantarle a Santa Catalina!-

Los más chicos, Flor, Nico, Imanol y yo, no habíamos conocidos a los viejos Heroicos que habían sido Papuno y el Abuelo Antonio, el portugués que llegó a los noventa y seis pirulos, ni tampoco a los otros viejos que también eran heroicos por pertenecer a la raza de “los viejos de antes” como les decían. El abuelo Portugués se había muerto porque ya era hora de morirse, ¿Cuánto más iba a vivir? pero al viejo Moreno le había agarrado un ataque al corazón y no era tan viejo. Se ve que la abuela estaba media tristona con problemas existenciales y económicos, y eso al viejo le ponía mal, y mira que los viejos de antes eran duros por los que nos contaban. Pero lo que lo terminó de matar fue el futbol. Cuando boca perdió seis a uno contra Central Córdoba, ese día le explotó el bobo. Dicen que empezó zapatear el suelo diciendo que se cagaba en dios y en la santísima madre que los parió, y decidió irse a caminar para tomar aire y ahí se cayó muerto en la calle. Ya era demasiado.

El tiempo nos quitó a Rosita. Fue la única muerte que no lloré y la persona que más extraño. Entendí que ella se quería ir, que ya le dolía mucho el cuerpo, la rodilla – Ya estoy vieja, cuando me muera me vas a extrañar, ¿Quién te va a traer la lechita a la cama? ¿Quién te va a poner las medias?- Porque a mi me encantaba que me pongan las medias, era toda una institución. Me decía siempre que estaba vieja, que le dolía el cuerpo y que por momentos quería morir para no sufrir. ¡Eso me decía! Mientras acotaba –tu abuelo Federico me está esperando en el cielo, seguro que nos esta viendo desde ahí, a el le encantaba los chicos, ojala te hubiese conocido-

Así que no lloré cuando sentí que la abuela se murió, tampoco fui a funeral, prefería quedarme con imágenes mejores.

Ese fue un momento de cambio en la familia. Los tíos dejaron de venir a visitarnos, ellos estaban en capital y si bien venían siempre ahora quedarse allá era cuestión de tener el dialogo con la sombra y eso se respeta. A la casa de la abuela la terminaron vendiendo por monedas y la distancia cada vez creció más. Los chicos se hicieron más grandes y los más grandes se estaban empezando a casar, uno por uno formando familia, pero de a tres, o de a dos. No más esa mesa repleta de personas, por la ventana, colgadas del techo, zapateando arriba de la mesa, cantando mientras comían, debatiendo la historia, de si tal persona vivía a la vuelta o haciendo cruz.

Flor y yo, mi hermana y yo, tuvimos que dejar Bragado e irnos a Buenos Aires a estudiar. Ahí es cuando sentí toda la ausencia, cuando me cayo la ficha, el peso de la nostalgia, el exilio, porque el exilio se puede sentir estando a cuatro horas de tu lugar natal, del barrio que te vio crecer, de los amigos de la cuadra, de la canchita y la bicicleta.

Pero los domingos eran lo peor y no se si lo dije, lo repito si es así, todos saben que el domingo es siempre triste, yo no lo sabía, para mi los domingos se anhelaban, se esperaba toda la semana para el domingo, pero en capital eso cambio. Acá el cielo solo se ve cuando esta gris y la gente es tan anónima y tanta cantidad. Al principio los tipos tirados en la calle, los pibes juntando cartón, todas esas cosas que nosotros no teníamos en un pueblo tirando a ciudad como Bragado, esas cosas de la miseria extrema y de los porteños acostumbrados, como si la miseria fuera parte del paisaje.

Poco a poco fui entendiendo el tango, sintiéndome como algún abuelo inmigrante, desplazado, odiando y amando, al mismo tiempo, en la miseria y en el cielo, con la esperanza del amor y del abandono, dejando todo atrás, con la promesa de todo por delante, de una nueva vida, pero nunca como la vieja.

Todo es tan nostálgico en capital, todo es tan gris y oxidado cuando se viene del interior, cuando se añora lo que fue y lo que podría haber sido. Por más que la soledad abundara nunca podía ser un privilegio, como para esos artistas que se sienten únicos e incomprendidos. Mi soledad era del mate que se enfría arriba de la mesa, del arroz frío del día anterior, del llanto contenido como piedra en la garganta, del miedo a que se te caiga el cielo en la cabeza.

Papá y Mamá siempre estaban atentos a nosotros, pero nunca era suficiente, nos mandaban milanesas para frisar y ¡que milanesas!, tartitas hechas para que no tuviéramos que laburar tanto – así los mimamos desde acá- eso decían y que solo nos preocupemos de estudiar. Pero que difícil se hacía cuando el mundo parecía tirar para otro lado, cuando se hacía de noche en cada distracción, cuando el tiempo se desvanecía en oscuridad, cuando el tiempo se escapa como se escapan las cosas que siempre están delante de nosotros y las dejamos pasar, como se nos escapa una chica que nos sonríe en la calle o como se desvanece el primer día de primavera, la noche del primer amor.

Habíamos venido para estudiar, es verdad, mira que mi vieja nos dejaba todo lo que le sobraba del salario para que nosotros tuviéramos, pero a veces sentía que tenía un gaucho en el pecho zapateándome un malambo, y sumado a eso me sentía ingrato, mal agradecido, culpable, y peor era, me quedaba mirando una pared todo el día. Los peores eran los domingos, que es conocimiento común del que domingo es jodido, pero antes en Bragado para mi no lo era, nunca había sentido olor a hospital un domingo, siempre había sido familia, ciruelo y asado, café y tortita.

Desterrado de todo y en búsqueda de alguna identidad me sentí perseguido por el diablo y la muerte, pero en esas cosas que no se esperan, y la sorpresas detrás de la puerta pudimos organizar un rejunte. La Flore, mi hermana, se pudo contactar con todos, y ahí uf, fue un quilombo. Sin embargo mientras estaba ahí no pude pensar, no pude procesar esa duda, ¿El tiempo habrá descolorido la familia? Porque una juntada es una cosa ¿pero las esencias perduran si no estamos nosotros sosteniéndolas? ¿Sigue el alma después de la muerte?
Todos nos juntamos y fue tan rápido y divertido que no lo pude nie pensar, mis viejos viajando a Bs As para comer un Lechóny volver con par de vinos más en la panza, con el peligro que eso representaba en la ruta y la sensatez extrema de mi vieja respecto a esos temas. ¿Hable con solo la mirada o fue un invento? ¿Es la familia y lo común un invento del azar de con quien te toca la mesa? Pero si bien había puteado a las esencias por opresoras, yo había sentido patente a esa sensación del cobijo, el abrazo, las historias y los bolaceos, el inventar a dios con un tinto y un asado.


Volvimos a encontrarnos, esta vez, los primos más chicos, los que menos habíamos tenido influencia de la historia. Así que estábamos en el bar del centro asturiano que estaba bastante lleno de gente, esperando la hora de comer la fabada. Nos encontrábamos, Imanol, un amigo de él, mi tía Pechi y mi primo Diego con su esposa Patricia y su beba Paloma. Imanol había sido siempre el más chiquito de la familia y aunque ahora tenía diecisiete, me era difícil borrarme la imagen de él en la infancia.

Nos saludamos y nos sentamos. Se pone hablar de las minas, se remanga el saquito, apoya un brazo en una silla desocupada y nos dice -Che pibes, pídanse lo que quieran,

¿Vos que queres? ¿

Un gancia¿

¿unos palitos?-

y con cara de dueño del lugar le hace una seña al mozo,

-Mozo tráigame unos palitos y un chicitos, un gancia...- nos mira y dice

-..pidan lo que quieran, acá esto es así cuando los invito-

lo miro y le digo que no, que no se preocupe.

Me dice - no sean nabos, ¡Háceme caso pibe que yo sé!... No te preocupes que paga Pechi, mamá-

Me di cuenta que la familia nunca se había perdido, era otro hijo de puta más y andá a cantarle a Santa Catalina, otro más con un marulo heroico, con un la capacidad de poner huevos siempre, huevos de oro, y yo que tenía miedo de que no hubiese más comunicación, de que el tiempo nos hubiese quitado también lo de familia. Pero se ve que en los patios se plantan más semillas que las de los árboles, porque todo a partir de ahí fue risa, llanto, alegría, mito, expresión y baile, identidad, historia y tinto en cartón, ideales; esos ideales de los cuales me había enamorado para después dejarlos caer bajo esa dictadura que me planteaban en capital “La Realidad”, “La naturaleza egoísta del hombre” Me di cuenta que esos ideales que había tanto estudiado, amado, me había sacrificado por ellos, y había sido pensados por algún intelectual que quería un mundo mejor, no era algo de otro mundo, no era lo irreal, no era otra cosa que los domingos en lo de Rosita.

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