jueves, 28 de octubre de 2010

Requiem para un sapo.

La señora, una de esas señoras que quién no habrá escuchado nombrar, al menos alguna vez.
Parada frente a un cartel de esos, ya saben, los verdes de las avenidas, los que se levantan del suelo como si fueran árboles pero puro cemento. Ahí recién despertados, dos hombres abrazándose, uno recién muerto pero sonriente y vertical acá, ya saben esas cosas de la fotografía moderna, la transmutaciones, inmantaciones, etcétera.
Esos tres acomodados.
Arriba de las dos caras, sobre el cartel otro más chiquito, más hoja de cuaderno recién arrancada, escrita en birome azul, bic.

Puro romanticismo para nostálgicos, muertos que se mantienen erguidos, una señora de Esas que alguna vez escuchaste, y una hoja de papel recién arrancada, casi como improvisada, algún poeta y su rastro en un día de sol y mujeres con escote. Romanticismo para ingenuos, todos necesitamos nuestra cuota de eso, como negarlo.

La hojita blanca montada sobre el cartel les decía, yo recién llegado, caminando un poquito más lento por ahí estoy, listo para escuchar las notas que se están por cantar.

La señora se para, no faltaba más. La menopausia hace rato la había invadido el semblante, la cara toda poblándose de una fina pelusa, insoslayable sin embargo. Una ligera semejanza a algún otro animal de esos, de esos que secuestraban mujeres de edificios en otras épocas. Este especimen, a escala.

Se detiene y lee en voz baja pero para afuera, así: ”aaaa, fra fa fa aa aa a aaaaa ga ga ga mmm”, y agrega una pequeña risita pícara, de esas que largamos hacia el mundo cuando algo no nos causa nada de gracia pero queremos señalar nuestra complicidad en alguna astucia.
El mensajito, pegado con cinta scotch decía:

“REVENTÓ COMO UN SAPO
POR SU POLÍTICA DE
CONFRONTACIÓN Y ODIO”

Ya de todo había suficiente. Una señora de esas, ya saben, tan observadora, su risita cómplice. Creí entender a lo que se refería. Me paré frente a ella, allí dónde ya estaba parado en realidad. En realidad ya parado quiero decir, a una cierta distancia, junte las manos a la altura del pecho en un aplauso vacío y puse cara de serio, esa que ella siempre adoptaba para mostrar su indignación frente a todo lo que la rodeaba y que no encajaba con la estética del barrio, estrictamente hablando. Esa carita de no-no-no, que incluso hace un pequeño e imperceptible no con la cabeza. Y pro-nun-cié:
“Que vergüenza, ¿no le parece?, esta Gente invadiendo el espacio público. Vandalismo puro. Por eso las cosas están como están.”
Ni iba a entrar en la cantinela de que los muertos descansaran en paz, ni tanto me importaron nunca las almas al fin y al cabo.
Arranqué el papelito como cera de depilar, lo doblé en cuatro y se lo guardé en el bolsillito del saco crema y botones dorados.
“Que tenga un buen día.”

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