domingo, 31 de octubre de 2010

Corrupción de los cielos

Si sabremos nosotros los argentinos acerca de la corrupción de los cielos. Se reían Aristóteles y todo la Iglesia Romana cuando nos hablaban del Éter. Pero nunca habían visto a una luna tucumana, ni a los cielos de Maimará. Antes que pudieran darle lógica al ideal nosotros ya estábamos bailando en el Erebo, cuando echaron alcohol en gel, pulcritud y orden, nosotros ya teníamos de hacia tiempo travestis y falopa, teníamos al Rey Momo y una estatua de madera sin cabeza con la cual jugábamos a la pelota.

Lo que pasa es que con la nostalgia va muy bien la noción de utopía y ya es demasiado tarde cuando se da cuenta que el orden era una utopía también y que al fin al cabo, y eso si todo sigue lo dado hasta ese momento (Ceteris Paribas) nosotros también queríamos ese lugar, es sillón, ya no de círculos, sino de estrellas rojas y rebeldías adolescentes que poco sabían acerca del dolor psicológico o de Franz Kafka.
Así nos construimos hegelianamente, como identidad negada, no existe gaucho a pie, el gaucho esta siempre a caballo huyendo, el perseguido nos hizo, y ahí quisimos hacer a todos como nosotros, y marcarlos, su piel, con un facón y resultaba ser que el marketing descubrió mejores formas de marcar a las vacas, de hacerlas iguales y de distintos dueños, de hacerlas pelear. Así Ulises viajaba veinte años para volver y encontrar a sus Aqueos defenestrados por la avaricia de los grandes traidores del universo, que todavía andan entre nosotros, que solo cambian de nombre pero aparecen cuando nadie reclama una bufanda o cuando un turro arrepentido se declara. Es que ahí quisimos imponer la negación, y dijimos que si este mundo estaba puestos de cabeza solo había que volver a ponerlo en el lugar, como si A fuese A y no A fuese no A. Que estupidez anti-quántica nos invadió y que tristeza saber que nuestro mundo nacido en corrupción, en la materia imperfecta, en los moldes que no funcionan, era tal vez el único lugar donde la libertad como palabra no desentonaba.

Así que abrimos un vino tinto en cartón, si es que puede ser llamad vino, y empinamos el codo, y quedamos medios picados en una desilusión tan grande, de haber sido engañados, pero de una forma tan rebuscada que no podemos cantarle un tango, porque si fuese una mujer no sería muy difícil empezar “tomo y obligo, mándese un trago que de las mujeres mejor no hay que hablar” O “cruel en el cartel…” o “perfume de naranjo en flor tristezas vanas de un amor que quedaron en el tiempo…” No esto no era fácil era la nostalgia de lo que nunca fue, y de lo que nunca podría haber sido pero pareció posible, frente a la inminencia de la muerte, frente al dolor y desgarramiento de vivir, a la jeringa y el sol, al beso y abrazo de un chaleco de fuerza, las inacabadas tristezas que no dejan llorar, que una lagrima no puede resumir, que la divinidad esa gota que hace a la metafísica materia y carne, no se redime frente al tallo y nogal, de una raíces podridas desde la concepción.

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