jueves, 9 de junio de 2011

Tus labios rojos

Saltabas. Yo reía. Poco a poco las sílabas se unieron y comprendí que ya era tarde. Tarde para derrumbar murallas, tarde para cincelar tu nombre. Deseo tanto besar esas piernas amputadas que duermen bajo el frío de un invierno porteño por Juan B. Justo y av. Santa Fe. Me enervo de placer al punto de irme por el vacío, descargar el placer en un punto cuando los niños piden con sus manos sucias. Se me hincha el pantalón en la entrepierna cuando la vieja llora de dolor y el pibe con la bolsa que ahora no sabe dónde queda dios cruza la calle con el semáforo en verde. Que delirante son los colibrís del río Paraná que recorren mi pecho. Realmente el placer me emociona y sueño con ver payasos de colores saliendo de los árboles y de las ventanas de los edificios y pido perdón a dios, por pecar de esa manera, por tanto éxtasis, me siento tan culpable.

Los colores se destiñen, los payasos quedan y ya mi espalda se empieza a quebrar, se nota tanto que quedo gacho mirando al suelo. Ya todo es antaño de vuelta y cada día que me saco los zapatos se van los colores, ya te empiezo a extrañar de vuelta querida. Amo a las calles como nadie ama a sus propias venas, como una jeringa a los perros flacos y a las pupilas violetas, suspiro mariposas. Escucho de a poco una dulce melodía de flautas en honor a la Virgen de la montaña y soy tan feliz que no tengo miedo de morir.

Besar el piso, los ojos, el sexo, besar la muerte y la vida sin dejar de lado a las palabras, no podemos dejar las cosas a menos que la muerte. Besar el pelo y el cuello, morder la oreja y el dedo, sentir el inevitable destierro de la razón en plena luz del día y besarla. Es la única manera de gritar cuando te ahogas en los sentidos y no sabes para donde rajar porque cada paso que das es un genocidio de ángeles caídos y una procesión de crueldad organizada.

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