lunes, 21 de junio de 2010

Quiénes tus maestros, no me lo digas

Estos días conocí un trío de actores en un bar de mala muerte cerca de Plaza Italia. Mala muerte, de verdad les digo, uno entre varios bares de mala muerte, cada uno con su tipo específico, los que te ponen duro, los que te ofrecen cianuro, o atragantarte con masa de pizza para después curarte con un vaso de vino o de moscazo.
Voy al cine a escuchar a una mujer que se muere de cáncer. Camino por la calle del brazo de alguien, me paro debajo de las columnas inmensas de la facultad de derecho, y me invitan a pasar, un sábado, sentarse a escuchar música clásica con muchos viejos, que vaya a saber uno cómo se enteraron del evento, quizás sean egresados de la casa y reciban un newsletter por correo.

Todo parecería tan poético ¿no? Todo parecería tan dispuesto digamos, tan abierto, tan jugoso, así listo para que le inyecten un ramito de poesía, el aceite para que los engranajes sigan girando sin fruncir el ceño.

Dos clavitos colgando de la pared. Tres. Es solo cuestión de echarles un viejo vestido encima, de esos blanco que con el tiempo se han vuelto amarillentos. Y a partir de ahí creer en los fantasmas, y en otros mundos. Eso es la poesía, la poesía como forma del día, como dadora de forma al día, de sangre.
Nada de eso ocurre para quien se levanta sin ganas de cantar. Esa persona que tiene un cuadradito de cielo por su ventana todos los días y no puede cantar. La solución siempre es leer un poco más a Cortázar, el antídoto que ningún psicólogo se anima a recomendar por miedo a sonar demasiado intelectual. Abrir un libro de Pizarnik o de Juana Bignozzi, no sé. Abrir un libro que hable de Buenos Aires y no de Paris o de Londres. Que hable de Lima.
Unirse al imaginario latinoamericano como quien se tira de cabeza en un tornado, desde el techo de su casa. Unirse a cualquier imaginario, el revolucionario, el nacionalista. Unirse sin contarle a nadie, quizás mejor si es alguna secta pequeña, algo más bien modesto, personas que se juntan a clavar alfileres en la pared y después toman vino. Que en una de esas prenden un sahumerio y hablan con la lengua afuera de la boca. Personas de esas que nunca sabes qué te van a decir, que en el fondo tienen algo que las rige, una energía vital, pero no sabes cuál. Relaciones de personas como espejos que se miran y que creen abarcarlo todo pero que dejan un punto ciego, el del origen.
El éxito de Jesucristo y el fracaso de la iglesia católica de nuestros días.
Que si te interesa la música, la pobreza, la literatura o la corrupción por favor no me lo digas. Yo me voy a dar cuenta. Pero no te aparezcas todas las mañanas con la misma cara porque como hablas bajito y yo veo mal pero no tanto, siempre se con que venís antes de que abras la boca y estés al lado mío.
Las obsesiones te las podemos aceptar, pero ponelas a correr en el jardín de tu origen. Que te embarren las estatuas y te rompan todo el césped. Dejalas ahí, cavando pozos y cargando de energía con toda esa fricción generada. Incluso en invierno. Sobre todo en invierno, contra el rocío y la niebla y todas esas malezas que se posan sobre tu jardín.
Dejalas ahí, a tus obsesiones, y nunca me invites a pasar. Yo las puedo escuchar desde el living de tu casa, mientras tomamos un té o un maté, estoy muy atento a esos ruidos que hacen aunque simule solo escuchar tus palabras.
Lo único que tengo que pedirte es que no te pongas a ladrar vos también. No quiero que me muestres que te diste cuenta. Quiero que sigamos así, vos hablando, y yo escuchándote, a vos y a esos ruidos, preguntándome siempre cuál será la secta que te imparte aquellas órdenes,
quiénes tus maestros,
cómo habrán conseguido ejercer una influencia tan grande en ti para convencerte que debías ocultar aquellas bestias en tu jardín trasero.

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