lunes, 15 de noviembre de 2010

un pueblo de ojos de vidrio

Para su comodidad -o como recurso estilístico- no pasaremos horas describiendo asimetrías banales de David y Goliat. Las daremos por sentadas, las pondremos entre paréntesis, las modelizaremos en la epidermis de la arena y luego soplaremos. Las dejaremos como están bajo un breve conjuro:

céteris
páribus
mútatis
mutandis

Los nombres los pone el enviado de un Sucio con contestador automático en sgo. del estero. En sgo. sgo. sgo. del estero.
En la plaza frente a la iglesia, el pueblo lanza llamas del dedo gordo del pie, entre chacareras y zambadas. (¿O eran zambas y lambadas?). No todos en alpargatas, un wisky debajo de cada chaqueta, y chaquetas hay varias.
La plaza la tomaron antes, con la muerte coordinando la marcha y una larga bandera argentina para disgusto de los anarquistas. La muerte descolgó a la muerte (y alguna no lo sería realmente, seguramente la primera una alegoría de la segunda aunque la hoz de una seriedad verdaderamente DEScolgadora).
Del otro lado la muerte, modernidad sobre muerte, erigiendo febril un trofeo de vaya a saber que kiosquito en una mano y un casco de moto en la otra. El ritmo suculento, como de obeso corriendo durante un ataque de epilepsia, el beat de la música por computadora digitando su efervecer y su ritmo, o quizás alguna otra sustancia.
Tan acartonado sentí la necesidad de desnudarme, trompear la fuente de mármol en el centro de la plaza y levantar las manos al cielo, solo para asegurarme la existencia bajo nudillos sangrantes. (La existencia y el judeo-cristianismo, el dolor como único camino a la redención.)
Inmersos en mundos distantes, ambos, todo en un pueblo de por ahí en Catamarca, donde me habían dicho que eso era imposible, que el infierno grande nos unía a todos entre llamas. Cianuro derretido y vuelto a fermentar, materia prima de nuestra cohesión social.
Lo premoderno y lo moderno, la esclavitud al dios o al capital. El enemigo, con carita de “esto no es importante” nos hace rayitas en el brazo con una lapicera sin tinta, nos propone este mundo de cartón y promete deshacer el invierno. El aburrimiento de ya no saber más qué hacer y cambiar una esclavitud por otra, moneditas por moneditas, alguna equivalencia bien ilusionada y música de sala de espera.
El esfínter ácido. La garganta reseca.

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